Me
es extraordinariamente difícil definir Sonia
Mattalia, tal vez porque definir conlleva limitar algo y Sonia jamás me
puso un límite a los afectos.
Conocí
a Sonia Mattalia Alonso hace casi veinte años. Esto, que puede no parecer tanto, es la mitad de mi vida; de una vida en la que casi todos los días nos vimos,
comimos, hablamos, nos angustiamos, lloramos, reímos, nos cuidamos; vivimos
juntos.
La
conocí en el portal de su casa de Cirilo Amorós. Yo no sólo estaba colado hasta los huesos de su hija, sino
que ya había conseguido la categoría de novio, lo cual me costó mucho conseguir
y me tuve que emplear a fondo, como debe ser. En ese primer encuentro nos pilló despidiéndonos desesperadamente a su hija y a mí.
Entró, me sonrió y me dijo: - Así que tú eres el famoso Jose- nos dimos un
beso, encaró la escalera, se giró, me volvió a mirar y me dijo: -Tengo para
hacer espaguetis carbonara ¿Te quedas a cenar?-. Yo, que contaba con 19 años y
poca experiencia en casi todo, le dije: -No gracias, tengo que cenar en casa-.
No obstante, Sonia ya me había inoculado el virus de los afectos; a la segunda
invitación acepté, y ya no me tuvo que invitar más veces porque ya no dejé de
ir, nunca.
Se
le cayó una casa e invadió la mía. En cambio, yo me apropié de sus veranos
Calpeños. Me pidió que le pusiera una pinza (sí…de las de tender la ropa) en la
enorme raja de su relavado camisón roto que dejaba ver todas sus hermosuras, porque subía por el ascensor el maromo
que le gustaba. Nos perdimos en un viaje Valencia-Calpe (por la nacional) y
acabamos tomando café en una gasolinera hablando de los montoneros. Me pidió
mil veces que le encontrara el mando a distancia de la tele que se lo dejaba
sin remisión en el baño. Me preguntó otras tantas mil veces qué había pasado hoy en
el mundo (así me preguntaba). Me animó a vivir la vida, a estudiar, a tener
metas, horizonte. Me enseñó a ser mejor persona.
Me
reí mucho con Sonia. También me reí mucho con Sebas, de Sonía. Le aplicábamos
el "coeficiente Mattalia" para corregir sus exageraciones, que las cometía.
Me
ayudó. En todo. En todo lo que le pedí, que no fue mucho porque ella me lo daba
a veces sin yo pedirlo explícitamente. Me dio, o eso creo, a su hija. Mi mujer.
Cuando
venía su hermana, La Gladys , estaban
siempre la primera noche deseosas de sentarse en los dos sofás azules a cascar hasta la madrugada. Yo siempre me
despedía diciendo que cada dos horas bebiesen un poco de agua para hidratar a
la sin hueso.
Mujer
valiente, exiliada, política, filóloga, madre y regular cocinera. Ésa era Sonia
Mattalia, aquella a la que no sé definir porque fue mucho para mí, aunque ella me presentó en muchas ocasiones y por diversos motivos como su hijo.
Tal
vez, y con permiso de los otros míos, ella me dio la definición de lo que era
para mí.
Hasta
luego, Sonia.